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En contraste con la de los helenos, la mitología romana parece árida y empobrecida. Por norma establecida, los romanos no eran desarrolladores de mitos, y los que tenían solían ser importados. Los dioses romanos eran utilitarios, como los propios romanos, prácticos y poco imaginativos. Se suponía que estos dioses sirviesen y protegieran a los hombres, y en el momento en que no resultaban útiles se reducía su culto.
Esto no significa que los romanos carecieran de sentimientos religiosos. Tenían un sentido panteísta de las divinidades presentes en la naturaleza. Pero sus sentimientos religiosos mucho más profundos se centraban en la familia y el Estado. Cuando los romanos adoptaron los dioses griegos desde el siglo III a.C., estas deidades se facilitaron para ajustarse a la religión romana. Marte era el dios principal de la época imperial, mucho más honrado que Júpiter, en tanto que ayudaba y simbolizaba las conquistas romanas.
Los escritores que trataban temas mitológicos acostumbraban a ocuparse de leyendas patrióticas que glorificaban el pasado romano, o de cuentos cariñosos. Así, rindieron homenaje al Estado o al amor, base de la familia, en términos derivados de la mitología griega. A veces, en sus préstamos consiguieron una verdadera singularidad, como hizo Vergil en su poema épico, La Eneida, o como hizo Ovidio en su colección poética, Las Metamorfosis.
Todos los dioses romanos
Simbolismo de la naturaleza
Los romanos, según el orador y político Cicerón, superaban a todos los demás pueblos por la singular sabiduría que les hacía entender que todo está subordinado al gobierno y la dirección de los dioses. No obstante, la religión romana no se basaba en la gracia divina, sino más bien en la seguridad recíproca (fides) entre el dios y el hombre. La meta de la religión romana era hallar la cooperación, la benevolencia y la «paz» de los dioses (pax deorum). Los romanos pensaban que esta ayuda divina les dejaría dominar las fuerzas ignotas que les rodeaban y que inspiraban temor y ansiedad (religio), y de esta manera podrían vivir exitosamente. En consecuencia, surgió un conjunto de normas, el jus divinum («ley divina»), que ordenaba lo que había que realizar o evitar.
Durante muchos siglos, estos preceptos solamente contenían elementos morales, sino que consistían en instrucciones para el acertado cumplimiento de los rituales. La religión romana hacía hincapié casi exclusivamente en los actos de culto, dotándolos de toda la santidad de la tradición patriótica. El ceremonial romano era tan obsesivamente minucioso y conservador que, si se pueden eliminar los diversos aditamentos partidistas que crecieron sobre él durante los años, se pueden detectar restos de un pensamiento muy primitivo cerca de la área.
Esto revela una de las muchas diferencias entre la religión romana y la griega, en la que semejantes restos tienden a estar profundamente ocultos. Los griegos, en el momento en que han comenzado a documentarse, ya habían recorrido un largo camino hacia concepciones sofisticadas, abstractas y en ocasiones atrevidas de la divinidad y su relación con el hombre. Pero los romanos, organizados, legalistas y parcialmente inarticulados, jamás abandonaron totalmente sus viejas prácticas.
Además, hasta que la vívida imaginación pictórica de los griegos comenzó a influir en ellos, carecían del gusto heleno por ver a sus deidades en forma humana adaptada y dotarlas de mitología. En cierto sentido, no existe mitología romana, o solamente. Aunque los descubrimientos realizados en el siglo XX, sobre todo en la antigua zona de Etruria (entre los ríos Tíber y Arno, al oeste y al sur de los Apeninos), afirman que los italianos no eran completamente ajenos a la mitología, esta es escasa.
Lo que se encuentra en Roma es eminentemente una pseudomitología (que, a su debido tiempo, recubrió sus leyendas nacionalistas o familiares con un ropaje mítico tomado de los helenos). La religión romana tampoco tenía un credo; siempre que un romano realizara las acciones religiosas adecuadas, era libre de pensar lo que quisiese sobre los dioses. Y, al no tener credo, solía menospreciar la emoción como algo fuera de sitio en los actos de culto.
No obstante, pese a los rasgos de antigüedad que no están lejos de la área, es bien difícil reconstruir la historia y la evolución de la religión romana. Las principales fuentes literarias, anticuarios como los eruditos romanos del siglo I a.C. Varro y Verrius Flaccus, y los versistas que fueron sus contemporáneos (bajo la República tardía y Augusto), escribieron 700 y 800 años después de los principios de Roma.
Escribieron en una temporada en la que la introducción de métodos y mitos griegos había hecho inevitables las interpretaciones erradas (y halagadoras) del lejano pasado romano. Para complementar las conjeturas o los hechos que puedan dar, los investigadores se basan en las copias sobrevivientes del calendario religioso y en otras inscripciones. Asimismo existe un rico, aunque de manera frecuente críptico, tesoro de material en monedas y medallones y en maravillas artísticas.
La religión romana primitiva
Para los primeros tiempos, existen los distintos descubrimientos y descubrimientos de la arqueología. Pero no alcanzan para permitir a los estudiosos reconstruir la religión romana arcaica. Sin embargo, sugieren que a inicios del primer milenio a.C., si bien no necesariamente en el instante de la fecha tradicional de la fundación de Roma (753 a.C.), pastores y agricultores latinos y sabinos con arados rápidos llegaron desde las Colinas Albanas y las Colinas Sabinas, y que continuaron a establecer aldeas en Roma, los latinos en el monte Palatino y los sabinos (aunque esto es incierto ) en las lomas del Quirinal y el Esquilino. Hacia el año 620 las comunidades se fusionaron y, hacia el 575, el Foro de discusión De roma se transformó en el lugar de acercamiento y mercado de la ciudad.
Deificación de las funciones
De estas pruebas se desprende que los primeros romanos, exactamente la misma muchos otros italianos, veían a veces la fuerza divina, o la divinidad, operando en pura función y acto, como en actividades humanas como abrir puertas o dar a luz a pequeños, y en fenómenos no humanos como los movimientos del sol y las estaciones del suelo. Dirigían este sentimiento de veneración tanto a los hechos que afectaban de manera regular a los humanos como, a veces, a manifestaciones únicas, como una voz enigmática que una vez habló y les salvó en una crisis (Aius Locutius).
Multiplicaron las deidades funcionales de este tipo hasta un grado extraordinario de «atomismo espiritual», en el que innumerables poderes o fuerzas se identificaban con una u otra fase de la vida. Sus funcionalidades estaban claramente definidas; y al arrimarse a ellas era esencial emplear sus nombres y títulos correctos. Si uno conocía el nombre, podía asegurarse una audiencia. En su defecto, de manera frecuente era mejor cubrir cualquier contingencia aceptando que la divinidad era «ignota» o añadiendo la oración de precaución «o cualquier nombre que desee ser llamado» o «si es un dios o una diosa».
Veneración de los objetos
El mismo tipo de temor ansioso se extendía no sólo a las funcionalidades y los actos, sino también a ciertos objetos que inspiraban una creencia afín de que eran de alguna manera mucho más que naturales. Este sentimiento lo despertaban, por poner un ejemplo, las fuentes y los bosques, objetos de gratitud en el tórrido verano, o las piedras que de forma frecuente se creían meteoritos, o sea, que aparentemente habían llegado a la tierra de forma extraña. A esto se agregaban modelos de la acción humana, como lugares de enterramiento y mojones, y cosas inexplicables, como utensilios neolíticos (probablemente los misteriosos meteoritos eran de forma frecuente éstos) o escudos de bronce (artefactos que se habían perdido de etnias mucho más avanzadas).
Para detallar los poderes de estos objetos y funcionalidades que inspiraban el horror, o la emoción sagrada, los romanos acabaron empleando la palabra numen, que sugiere el guiño de un dios, nutus; si bien hasta ahora no hay pruebas de que este empleo fuera anterior al siglo II a.C. La aplicación de la palabra espíritu a numen es anacrónica respecto a épocas tempranas pues supone una sociedad con la capacidad de mayor abstracción. Tampoco hay que introducir con mucha facilidad el término mana, empleado por los melanesios para describir su término de fuerzas sobrehumanas. Las dos sociedades no son siempre análogas y, además de esto, la deducción de semejantes comparaciones de que los romanos vivieron una etapa impersonal, pre-deística, esencial de la religión que precedió claramente a la etapa personal no puede considerarse correcta.
Por el contrario, desde los primeros tiempos, las fuerzas sobrenaturales que contemplaban incluían una sucesión de deidades con formas humanas análogas; entre ellas había algunos «dioses superiores». El más esencial era una divinidad del cielo, Júpiter, similar a los dioses del cielo de otros pueblos de habla indoeuropea, el sánscrito Dyaus y el griego Zeus. Sin ser todavía, probablemente, un Ser Supremo, si bien superior en determinado sentido a otros poderes divinos, este dios de los cielos se relacionaba de manera fácil con las fuerzas de la función y el objeto, con el rayo y el clima, o con la extraña piedra que venía de lo alto y que se llamaba Júpiter Lapis.
Propósito del sacrificio y la magia
Estos dioses y funciones y objetos sagrados parecían cargados de poder por el hecho de que eran misteriosos y preocupantes. Para asegurarse el suministro de alimentos, la protección física y el desarrollo en número, los primeros romanos pensaban que había que propiciar esas fuerzas y convertirlas en aliadas. El sacrificio era necesario. El producto sacrificado revitalizaría a la divinidad, que se consideraba un poder de acción y, por consiguiente, susceptible de agotarse si no se revitalizaba. Merced a este alimento, él o ella se volvería capaz y estaría listo para realizar las peticiones. Por ello, el sacrificio se acompañaba de la oración macte esto! («¡que te aumente!»).
La oración era un acompañamiento habitual del sacrificio, y conforme se desarrollaba gradualmente una concepción de los poderes divinos, contenía distintos elementos de adulación, engatusamiento e intento de justificación; pero también se componía de magia: el intento no de persuadir a la naturaleza, sino más bien de coaccionarla. Si bien las autoridades (por servirnos de un ejemplo, c. 451-450 a.C., Ley de las Doce Tablas) trataron de limitar sus puntos nocivos, la magia prosiguió abundando en el mundo entero viejo. Aun los ritos oficiales proseguían estando llenos de sus supervivencias, singularmente la celebración de forma anual de la Lupercalia y las danzas rituales de los Salii en honor a Marte.
En tiempos históricos, los romanos consideraban la magia como una intrusión oriental, pero las tribus italianas, como los Marsi y los Paeligni, eran famosas por estas prácticas. Entre ellos, las maldiciones ocupaban un lugar señalado, y se han encontrado numerosas inscripciones de maldiciones desde el año 500 aC. en adelante. También hay numerosos restos del tabú, una rama negativa de la magia: se advertía a la gente de que no tratase con extraños, cadáveres, niños recién nacidos, lugares alcanzados por un rayo, etcétera… para que no les sucediera nada malo.